Maletín de herramientas del terapeuta: amar al paciente no es confluir con él
“Nadie puede convencer a otro para que cambie.
Cada uno de nosotros custodia una puerta del cambio que sólo puede abrirse desde adentro.”
Virginia Satir
Dice Fritz Perls que confluir consiste en confundir los límites propios del yo en los del otro, como forma de buscar el reconocimiento o la aceptación de este, evitando así responsabilizarse de la acción. ¿Y cómo es esto en terapia para el terapeuta? Voy a entrar en un caso práctico que es el origen de esta reflexión.
Laura (nombre ficticio) llevaba mucho tiempo de relación terapéutica conmigo. Era una relación que había crecido en apertura y horizontalidad, sobre todo desde que ella había iniciado la formación en Terapia Gestalt. Cada vez hablábamos más abiertamente de qué nos ocurría a cada una en las sesiones, las cuales eran ágiles y francas. En una de esas sesiones Laura me habló de cómo le había costado tomar una de las decisiones más cruciales de su vida: separarse de su marido. Había crecido en una familia católica practicante y para ella sus creencias eran una parte importante de su vida y de su identidad. Conoció a su marido en la iglesia y tomó la decisión de casarse con él para toda la vida, “hasta que la muerte nos separe”.
Mantener este enlace era por este motivo algo más profundo que en otras personas. Su fe en Dios y su pertenencia a la iglesia católica eran temas de peso en su vida a los que dedicaba tiempo y energía. Esa decisión fue difícil porque la ponía en conflicto con su familia y con sus propias creencias e introyectos de una manera profunda al apostar por lo que necesitaba y deseaba. Afrontar esta etapa y la crisis que conllevó fue el resultado de mucho tiempo tomando conciencia de lo que necesitaba y de cómo era su vida. En un momento de su reflexión le dije que yo muchas veces había deseado sugerirle la separación, pero había decidido no expresarlo porque era una transformación tan profunda que sentía que tenía que salir sólo de ella.
En la siguiente sesión me dijo que se había enfadado mucho:
“¡Hombre! ¡Si tú me hubieras dicho algo, yo me hubiera planteado separarme mucho antes!”, me lanzó.
Entramos en más detalle sobre nuestra relación terapéutica, y cómo en un momento de la terapia ella puso a prueba mis valores personales y éticos, cuestionando mis creencias religiosas y mi postura sobre las relaciones de pareja y preguntándome directamente sobre mi vida personal y cómo resolvería yo un conflicto de pareja como el suyo. Yo me mostré todo lo neutra que pude, sin ocultar mi condición de separada, pero quedándome en un terreno de respeto absoluto hacia su modo de vivir el matrimonio dentro de la fe católica. En aquellas sesiones sentía la urgencia de decirle que se separara, pero pensé que expresar aquel deseo hubiera sido pasar a ser el enemigo, otra persona con la que luchar y a la que demostrar la validez de su estilo de vida. Si le hubiera dado mi opinión habría dejado de ser el apoyo incondicional sobre el que ella debería construir una relación interna de autoapoyo. Decidí que ese no era mi papel. Al reflexionar juntas sobre mi decisión su enfado bajó, pero la frustración de haber necesitado un empujón por mi parte continuaba aún.
Después de aquella sesión me tuve que preguntar: ¿mi actitud fue de amor y apoyo o de confluencia con ella? ¿Había sido una decisión amparada en el respeto a quien era ella o en la necesidad de conservar la relación terapéutica? ¿Mi postura neutra estaba motivada por la aceptación o por mi necesidad de que Laura me siguiera viendo como alguien cercano? Para responder hice memoria emocional de mis sensaciones cuando ella me contaba una y otra vez situaciones similares que se repetían. Recordé (volví a pasar por el corazón) mi sensación de frustración cuando después de escucharla y acompañarla a tomar conciencia de cómo estaba, y de preguntarle qué necesitaba, ella volvía a repetir que debía cuidarse a sí misma para poder así cuidar su matrimonio. Entonces yo apoyaba que se centrara en su necesidad y que, poco a poco, fuera abandonando su propia confluencia con las personas de su vida (su marido y su familia), y que pudiera afrontar pequeños conflictos desde esa diferenciación. Mi frustración (o aburrimiento) no me desviaba de mi objetivo de apoyo hacia ella, pues sabía por otros procesos que el cansancio o la falta de apetencia por ver a un paciente, son indicadores de mi propia confluencia y de mi deseo por empujar algo del paciente que no existe aún.
El aburrimiento me ofreció la oportunidad de dejar de escuchar los datos, evitando volver a analizar el “qué” estaba pasando para pasar a centrarme en el “cómo” ella llegaba al mismo lugar una y otra vez. En alguna ocasión dejé que Laura viera mi frustración para que le sirviera de espejo de la frustración que ella debía sentir en su vida. Con ese resonar, su necesidad aparecía más fuerte y clara. Entonces volvíamos a trabajar en cómo construir las necesidades y deseos de su vida, por ella misma y para ella misma. Y en cómo atravesar los límites de sus introyectos y los límites reales que tenía en su relación.
Poco a poco. Porque la terapia es un tejer y destejer, en el que acompañas a otro a deshacer sus ovillos, sus enredos, lo que ha tejido que ya no quiere. No tiene la velocidad de lo mental, no son ideas. Cuando una persona decide durante una sesión terapéutica atender una necesidad, aún le queda por delante salir a su vida, a la vida real, fuera de ese espacio mágico y seguro que es la terapia. Le queda un trabajo duro e íntimo en poner la atención en aquello que quiere cambiar. Deshacer el enredo, tejer de nuevo, equivocarse, deshacer, tejer de nuevo. Y esto es un movimiento orgánico, no mental. ¿Cuánto tarda una hoja en crecer? ¿Un árbol en dar un fruto? Pues nosotros igual, porque lo emocional de nuestra vida tiene velocidad de planta, de vida al fin.
El oficio de terapeuta tiene más de agricultor que de mecánico de la mente. Puedes estudiar cómo funciona el ser humano pero para acompañar a alguien en su crecimiento primero tienes que amarlo en todas sus expresiones. Y escarbar en aquellas que no te gustan, darte cuenta de qué te pasa a ti con eso. La persona que viene a que la acompañes no te pertenece y su vida tampoco. El paciente tiene derecho a ser todo lo que es y, si no te gusta, es asunto tuyo, no suyo.
El narcisismo del terapeuta carga al paciente con la responsabilidad de convertirse en lo que el terapeuta desea. El paciente no está en terapia para llenarte de satisfacción con sus cambios y sus mejoras. Viene a que le ames como es y le acompañes a que se ame como es. Y si te has cansado y no puedes más, mejor retírate. No conviertas tu cansancio y tu frustración en confrontación. Si lo haces, estará sucediendo lo mismo de siempre. Primero sus padres y sus hermanos le marcaron quién debía ser y quién no. Luego sus profesores, sus parejas, sus jefes, y ahora su terapeuta. ¿Y tú crees que tienes mejores razones que aquellos? Ser terapeuta es estar delante de la magia de un ser humano que renace a sí mismo. Sólo ese ser humano tiene potestad en sus decisiones de quién ser y cómo.
Al acompañar al paciente a tomar conciencia de sí mismo y de lo que necesita, elegimos entre apoyar o confrontar según lo que el paciente nos plantea. Esta polaridad apoyo-confrontación puede convertirse en una manipulación sutil por la que modelamos a la persona según nuestros deseos. Así la confluencia con nuestro paciente se convierte en un falso apoyo, y se evita una confrontación con el objetivo de quedar bien ante el paciente, enmascarar lo que opinamos o evitar un conflicto.
Es importante cuestionarse los apoyos que ofrecemos al paciente en terapia: ¿me cuesta apoyar a mi paciente en este asunto? ¿Desde dónde lo hago? ¿Es por educación, por amor, por respeto, por miedo? ¿Cómo me quedo después de expresarle mi apoyo? ¿Me cansa, me frustra?
Hay que dedicar suficiente tiempo a poner conciencia a lo que nos pasa como terapeutas porque el amor en terapia se teje despacio.
Artículo publicado en Eleven Magazine en Junio 2018, una iniciativa de Irene Poza
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