Adiós al duelo
En mi vida cada vez siento más que hay una sabiduría propia y oculta en cómo se suceden los hechos. Si miramos por separado, no vemos esta sabiduría. Como cuando miras de cerca un cuadro impresionista, sólo se ven manchas. Cuando te alejas y miras el conjunto, ves la imagen que generan esas manchas. Así me pasa a veces con los hechos de mi vida. Al mirar a lo lejos veo esa especie de mano cuidadora y sabia que no percibía mientras estaba en ese momento. Tal vez son cosas que me cuento para calmarme, tal vez sólo me gusta narrarme la vida y encontrarle cierta lógica. Esta sabiduría que veo en mi vida y en la de los demás se parece a una abuela amorosa que hace o dice cosas que no entendemos de niños, pero que cuando eres mayor, recuerdas aquello que te decía o te hacía y ves todo el sentido y el mensaje amoroso que había en ella.
Hojas volando
Otoño Jordi Amenós
En mi experiencia con el duelo siento esta sabiduría oculta abrazándome todo este tiempo. A lo largo de mi práctica profesional como psicoterapeuta venían muchos pacientes en duelo o el duelo aparecía a lo largo del proceso terapéutico. Los terapeutas decimos entre nosotros que las personas que vienen a hacer proceso en nuestra consulta, son las que necesitamos para nuestros propios procesos.
En el caso de los duelos yo no entendía para que necesitaba acompañarlos. No me resonaba como propio.
¡Claro que había duelos en mi vida importantes! Yo me contaba que ya estaba llorado y rabiado todo lo necesario en mi terapia y en mi formación, sentía aquel asunto cerrado.
El de un padre ausente y abandonador que murió sin que nos pudiéramos despedir. El de una familia desestructurada por una separación y muchos conflictos que nunca iba a recuperar y dediqué mi energía a aceptarlo y no hacerme daño en los conflictos que seguían vivos. Mi única sabiduría final en este tema era que no dejaras nunca algo que querías decir aparcado, mientras aparcaba lo que necesitaba decir con los que quedaban aquí.
Esta polaridad entre el cariño y el perdón que sentía hacia mí y hacia mi padre por todo lo que no habíamos podido reparar en vida (que luego tuve que mal reparar en su muerte), y la distancia, resentimiento y miedo que sentía hacia mi familia con la que no decía lo que necesitaba decir, convivía en mi con aparente ligereza, no me parecía el motor de todas aquellas sesiones en las que yo acompañaba a mis pacientes a despedirse de las personas, o situaciones, o cosas que ya no estaban en sus vidas.
Les ayudaba a expresar lo que hubieran necesitado decir para que aquellas situaciones o Gestalt se concluyeran lo más posible. A enfadarse con el/la/lo que ya no estaba, con la vida, con dios o el universo conocido para dar salida a la frustración y la rabia y así dejar espacio a la aceptación. A dolerse hasta que el dolor se fuera acabando, sacarlo, cerrarlo al fin. Les acompañaba con la convicción que me daba saber que cuando expresamos, atendemos y abrazamos la herida, ésta se cierra.
De estos procesos se quedaron frases grabadas en mí y las iba repitiendo de paciente en paciente:
“Las emociones tienen velocidad de planta. No le puedes pedir a un árbol que sea rápido en crecer, sólo le puedes acompañar. Al duelo le pasa igual.”
“Llorerita diaria. Dátela y ya acabará. Es un otoño de lloreritas”.
“Se acaba. Lo único que sé es que el duelo se acaba. Confía en tu cuerpo y en tus emociones. Los ataques de risa terminan. Los duelos también”.
Hasta que llegó el mío. El padre de mi hijo murió. Ya no éramos pareja cuando sucedió. Mi hijo tenía 9 años y yo un montón de herramientas para no dejar que aquel dolor me atravesará de la cabeza a los pies y me transformará como sólo una perdida puede hacer. Cuando sufrimos una pérdida y entramos en duelo, los duelos antiguos se reabren también un poco, sobre todo si no están integrados (palabrería terapéutica que se traduce en: si te sigue dando mucha pena que tu padre se muriera, cuando se muera tu madre y la llores, le vas a llorar también a él).
Todo lo que yo había aprendido gracias a mis pacientes, a aquellas personas que habían compartido conmigo sus procesos, su intimidad y que me habían enseñado tanto del dolor en vivo, lo necesité para lo que me empezó a pasar después. Necesité hasta la última gota de experiencia humana para no terminar de perder el rumbo a pesar de saber que me estaba resistiendo. Mientras me resistía, volví a terapia, llevé a mi hijo a terapia, probé otras terapias, otros mundos terapéuticos, hacía y hacía con tal de no abandonarme a aquello. Aquella muerte había abierto la despedida del padre de mi hijo, mi expareja y de todo y todos aquellos que seguían dentro de mí esperando a que yo pudiera decir adiós.
Finalmente, el cuerpo se me rompió, la energía no me dio para más resistencia y me agoté. Tardé como dos años en caer. Adquirí un par de fobias y una colección de síntomas depresivos. Me di el tiempo de retirada de todo, me fui a los mínimos, no podía sostener casi nada y me sentía derrotada, frustrada y enfadada con la vida, conmigo, con todos. Así que me pregunté qué cosas eran imprescindibles mantener y cuáles no. Adapté mi trabajo, mis horarios y los pacientes que aceptaba a mi energía. Solté los contactos sociales y familiares que pesaban para darme un espacio para mí gracias a la fobia al sonido del móvil que hoy colea a ratos y me avisa cuando me he saturado. Le expliqué a mi hijo que estaba triste, perdida y con muy poca energía, que no pasaba nada, aquello iba a acabar, pero necesitaba tiempo y no llegar a todo, así que adaptamos todo lo que pudimos nuestra vida a mi necesidad de duelo y de tristeza. Me apoyé en todo lo que pasó por mi lado y me cuadró (sanación energética, yoga, hipérico, ayahuasca, constelaciones…) para sentir que hacía algo más y engañar a la resistencia, para poder contarme que iba a salir de ahí. Me dejé acompañar por todo aquel que entendió mi fragilidad y vulnerabilidad y tenía energía para sostenerme en la distancia y no necesitarme.
Cuatro años después sólo sé que el duelo acaba. Tiene tiempo de planta, es orgánico, vivo y late. No puedes acelerarlo pero sí puedes estorbarlo mucho. Si lo estorbas se transforma en mala hierba y lo inunda todo. Si lo acompañas crece en forma de algo bello (¿un árbol? ¿Una planta? ¿Un arbusto? Tal vez cada duelo tenga una forma. A lo mejor el tuyo es un animal u otra cosa). Da unos frutos agridulces que nunca probarías sin pasar por él. Y sus flores y aroma dejan una belleza en tu vida y en tu corazón diferente, no sé si mejor o peor que antes, sólo es una belleza diferente. Y gratitud, mi duelo me ha dejado un gracias tatuado en el alma. Gracias a esa sabiduría que me ha cuidado y me cuida, a todos los que me enseñaron y nutrieron, a los que me han acompañado y a los que no han sabido. A mi fragilidad que me ha enseñado tanta fortaleza y a todos los que se fueron porque un día estuvieron en mi corazón y me han enseñado a decir adiós.
Artículo publicado en Eleven Magazine en Octubre 2017, una iniciativa de Irene Poza
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