El suicidio en mi vida
Suicidio.
Primera causa de muerte externa en España. Está palabra en mi vida quiere decir: 2 Personas cercanas que se fueron suicidándose. 3 intentos a los que asistí. Nunca en consulta, la vida me suele mandar a los que están al lado del que sufre. No debo acompañar a los que sufren. No puedo. Demasiado dolor, no sería justo para ninguno que yo intentara conducir el camión transferencial. Suelo derivar.
Siempre digo esta frase cuando me arranco un rato largo a hablar sobre las razones, sobre el significado cultural y social del suicidio: «Perdona, es uno de mis temas». Como si fuera un hobby. Y yo misma colaboro al tabú, al secreto, a los cuchicheos en las sombras. Busca en Google «muertes por suicidio en España» y verás como sólo soy una más en las estadísticas aplastantes.
Así que voy a contar «mi tema». Por lo menos para dar luz a mi tabú. Ojalá sume una partícula de luz a la oscuridad en la que mantenemos sumergido el dolor de todos nosotros. Voy a obviar los detalles y la identidad de las personas, porque es mi tema, no el de ellas.
Con 8 o 9 años estuve en el primer intento de suicidio que pasó por mi vida. Entonces me enteré de que era delito, cosas del derecho romano. Los que te quieren se enfadan contigo o consigo mismos. Te llaman cobarde. Mejor mentir en el hospital para que no te fichen en comisaría. Al día siguiente no se habla más del «tema». Todos miramos preocupados a la persona que sufre, la vigilamos, la juzgamos, la cuidamos como una planta y cruzamos los dedos. Inundados de miedo y juicio, vestidos de tabú.
Entre los 9 o 10 años hasta que dejé de estar en casa a los 20 años, estuve en la ventana de mi habitación muchas veces, sentada en el alféizar, con los pies colgando dentro, mirando abajo. Pensaba cómo conseguir que todo aquel dolor parara. Y pensaba que si saltaba, conseguiría que el sufrimiento y la desesperación pararían. Apareció una idea freno: «¿Y si camino al suelo, me arrepiento?». Esta pregunta práctica mantenía mis pies colgando dentro de mi habitación. Tuve esta conversación interna muchas veces. Y darme permiso para tomar aquella decisión, me calmaba.
La siguiente vez tenía 14 años. Esta vez asistí yo sola a la persona. Esa vez me sumergí de lleno en la atención al suicidio del año 91. Sólo un médico me miró a los ojos y me preguntó cómo estaba. Ni me imagino lo que escuchó en el ingreso del hospital la persona. Al día siguiente asistí a la primera consulta psiquiátrica de mi vida que se basó en si la persona lo iba a volver a hacer o no, y si era lógico lo que había hecho o no. Regañina paternalista. Alta en menos de 24 horas con medicación otra vez, la misma que había usado para irse. Las 72 horas siguientes dan para un relato corto, con intentos de saltar por la ventana incluidos. Habían llegado adultos de la familia, así que contuvimos aquello como pudimos. La persona se quedó de este lado para enseñarme como se sale del sufrimiento de estar en una vida y en un escenario que no quieres y como el mundo, el externo y el interno, puede ser despiadado con las etiquetas y los moldes.
Mi primera vez de una persona que sí se fue. No hay nada que asistir. Sólo el shock. Ese instante en el que el tiempo se estira hasta ser una burbuja espacio-temporal dentro de tu cuerpo. Las neuronas corren despavoridas buscando dónde agarrarse porque hay una brecha en la realidad. Durante un tiempo, buscas en los demás algo que le de nombre a la brecha, que consiga conformar lo que acaba de pasar, pero la información nunca es suficiente, nunca llena la brecha. Algo se ha quebrado en la realidad, como la tierra rota que dejan los terremotos. El suelo que pisas ha cambiado, no hay nada qué hacer, ni qué decir. Las neuronas siguen buscando para prevenir, para que no vuelva a pasar, para aprender. Nada. «La persona que se quiere ir, se va», esa fue mi conclusión.
La lección maestra la tuve en casa, en mi trastero. Alguien con quien me hermané en vida. Alguien a quien las sustancias legales e ilegales destrozaron. Alguien a quien el sistema despiadado agotó. Pasó por intentos y yo tiré mi órdago: «Primero nos dejamos la piel aquí, hacemos lo impensable, vamos a romper las estructuras. Y si te quieres ir, te vas con amor, bien hecho. Pero dejamos de jugar al gato y al ratón con la vida» . Ni un intento más. Y cumplió nuestro pacto. Después de dos años preparó meticulosamente su marcha y se fue, solo, sin negociar, sin espacio para la réplica, sin una mano que aliviara el frío de darte muerte.
Sigo pensando lo mismo, si te quieres ir, es tu derecho. Por eso no puedo acompañar a los que quieren luchar y que luchen por ellos. Porque tengo un punto contrafóbico en el que yo misma te abro la puerta. Silencio, sólo tengo silencio para los que sufren. Sólo tengo orejas y manos, esperanza de que se queden, miedo de que sean el siguiente en esta lista macabra y secreta de la que no se habla porque son la prueba estadística grabada en la historia de que algo no funciona. Pánico a volver a sentir que se me escapan entre los brazos y a la impotencia del terremoto. Hasta que no veamos que no es que se quieran ir, no. La realidad es que nadie les dio la mano a los que sufren. Vivimos en un mundo lleno de agujeros por los que se nos van las personas, cada vez más, de múltiples maneras. Busco contenido para ilustrar esto que escribo y leo a voleo asqueada que el suicidio está asociado al trastorno mental, la depresión y la ansiedad. No. No. No es verdad. Se nos ha olvidado hablar o nos hemos acostumbrado a nombrar de forma perversa el sufrimiento. No es una enfermedad, es sufrimiento humano. No es una emergencia de salud mental. Es una emergencia de dolor. Un cuchicheo en la sombra que nos cuenta que faltan manos con humanidad y nos están sobrando etiquetas y pastillas. Antes era delito, ahora es delito de locura. Os dejo un documental, para investigar, aunque no me gusta del todo el enfoque, pero hablan:
Y perdón por todas las incongruencias o si algo te ha dolido de lo que digo, es sólo mi experiencia y mi reflexión. Estaré encantada de debatir contigo escribiendo despacio.
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